martes, 31 de mayo de 2011

LUÍS GARCÍA MONTERO. ANTOLOGÍA

Bajo la luz quemada,
tienen frío los ojos con que buscas
estas horas de octubre
y su jardín manchado de ginebra,
hojas secas, silencios
que de nosotros hablan al caerse.

Porque si ya no existe,
aunque nadie se ocupe de sus solemnidades,
hay noches en que llega la verdad,
ese huésped incómodo,
para dejarnos sucios, vacíos, sin tabaco,
como en un restaurante de sillas boca arriba
ya punto de cerrar.
-Nos están esperando.

Nada sé contestarte,
sólo que soy consciente de mi propia ironía,
porque el hombre es un lobo también consigo mismo
-Nos están esperando.

Negras y en alto, buitres silenciosos,
nos esperan las nubes en la calle.



Cabo Sounion
Al pasar de los años,
¿qué sentiré leyendo estos poemas
de amor que ahora te escribo?
Me lo pregunto porque está desnuda
la historia de mi vida frente a mí,
en este amanecer de intimidad,
cuando la luz es inmediata y roja
y yo soy el que soy
y las palabras
conservan el calor del cuerpo que las dice.

Serán memoria y piel de mi presente
o sólo humillación, herida intacta.
Pero al correr del tiempo,
cuando dolor y dicha se agoten con nosotros,
quisiera que estos versos derrotados
tuviesen la emoción
y la tranquilidad de las ruinas clásicas.
Que la palabra siempre, sumergida en la hierba,
despunte con el cuerpo medio roto,
que el amor, como un friso desgastado,
conserve dignidad contra el azul del cielo
y que en el mármol frío de una pasión antigua
los viajeros románticos afirmen
el homenaje de su nombre,
al comprender la suerte tan frágil de vivir,
los ojos que acertaron a cruzarse
en la infinita soledad del tiempo.


Canción 19 horas
¿Quién habla del amor? Yo tengo frío
y quiero ser diciembre.

Quiero llegar a un bosque apenas sensitivo,
hasta la maquinaria del corazón sin saldo.
Yo quiero ser diciembre.

Dormir
en la noche sin vida,
en la vida sin sueños,
en los tranquilizados sueños que desembocan
al río del olvido.

Hay ciudades que son fotografías
nocturnas de ciudades.
Yo quiero ser diciembre.

Para vivir al norte de un amor sucedido,
bajo el beso sin labios de hace ya mucho tiempo,
yo quiero ser diciembre.

Como el cadáver blanco de los ríos,
como los minerales del invierno,
yo quiero ser diciembre.



Canción amarga
En la cara lleva
tres años perdidos
y el frío de las seis de la mañana.

Van a partirte el corazón.
De pronto
la luz apagada,
los pasillos turbios,
la puerta que clava su ruido en la espalda.

Van a partirle el corazón.
Y arrastra
una cadena oscura
de pasiones heladas,
ese frío que cabe solamente
detrás de una palabra.

Y yo la veo caminar,
despacio,
perderse en lo que anda,
fugitiva tristeza que va y viene
de la sombra a la puerta de mi casa.

La luz artificial deja en la calle
el temblor silencioso
de tres barcas ancladas.

cuando ella cruza por mi lado siento
como un golpe de remos
y un murmullo de agua.




Canción de aniversario

"...incómodos
de no sentir el peso de los años".
J. Gil de Biedma

Son
extrañamente hermosos todavía,
estos labios de hace ahora tres años
y me parece inédito
el gesto de tu beso,
este llegar aquí cada vez más tranquilo,
con la serenidad
del que tiene por cómplice la vida
y su rutina.

Hoy sabemos que entonces,
cuando tus veinte años y mi primer abrazo,
empezamos por ser
sobre todo indecisos: la tímida torpeza
de la primera noche
y la dificultad
con que dejar las manos
en el hábito infiel de nuestros vicios.

Ahora
extrañamente hermoso estar aquí,
demasiado a menudo y decididos,
incómodo
de no sentir el peso de los años
aprendiendo contigo la premeditación
y escribiendo en tu piel mi alevosía.

Porque suele haber bancos donde se espera siempre,
aceras que prefieres por costumbre
o líneas de autobús al mediodía.

Y sin embargo tú
reapareces inédita en tu gesto
para decirme hoy
que le conteste al tiempo y sus preguntas
el práctico saber que tienes de mi cuerpo.



Canción de brujería

Señor compañero, Señor de la noche,
haz que vuelva su rostro
quien no quiso mirarme.

Que sus ojos me busquen
sostenidos y azules
por detrás de la barra.

Que pregunte mi nombre
y se acerque despacio
a pedirme tabaco.

Si prefiere quedarse,
haz que todos se vayan
y este bar se despueble
para dejarnos solos
con la canción más lenta.

Si decide marcharse,
que la luna disponga
su luz en nuestro beso
y que las calles sepan
también dejarnos solos.

Señor compañero, Señor de la noche,
haz que no cante el gallo
sobre los edificios,
que se retrase el día

y que duren tus sombras
el tiempo necesario.

El tiempo que ella tarde en decidirse.

De "Habitaciones separadas"

Ahora
cuando el destino ya no es una excusa
sino la soledad,
y los cielos están bajo el tejado
como tú los dejaste,
todo recuerda un sueño sucio
de madrugada.
Aquí
no tuvimos batallas sino espera.
La guerra fue un camión que nos buscaba,
detenido en la puerta,
partiendo con sus ojos encendidos
de espía
y al abrigo del mar.
Más tarde
entre canciones tristes de marineros rubios
todo quedó dormido.
De balcón a balcón
oímos la posguerra por la radio,
y lejos,
bajo las cruces frías de las plazas,
ancianas sombras negras pascaban
sosteniendo en las manos
nuestra supervivencia.

Esta ciudad es íntima, hermosamente obscena,
y tus manos son pálidas
latiendo sobre ella
y tu piel amarilla, quemada en el tabaco,
que me recuerda ahora
la luz artificial del alumbrado.

Vuelvo hacia ti. Mi corazón de búho
lo reciben sus piernas.
Como testigos mudos de la historia
acaricio las cúpulas perdidas,
palacios en ruina,
fuentes viejas
que recogen la luna
donde van a esconderse los últimos abrazos.
Verdes en el cansancio
de todas las esquinas
esta ciudad me mira con tus ojos de musgo,
me sorprende tranquila
de amor y me provoca.
Amanece
moradamente un día
que las calles comparten con la lluvia.
La soledad respira más allá
de las grúas
y mi cuerpo se extiende
por una luz en celo que adivina
los labios de la sierra,
la ropa por las torres de Granada.

La madrugada deja
rastros de oscuridad entre las manos.
Oigo
una voz que clarea. Lentamente
los tejados sonríen cada vez más extensos,

y así,
como una ola,
entre la nube abierta de todos los suburbios,
esta ciudad se rompe sobre las alamedas,
bajo los picos últimos
donde la nieve aguarda
que suba el mar, que nazca la marea.

De "El jardín extranjero"



Sospechan de nosotros...
Sospechan de nosotros. Ha pasado
el primer autobús, y nos sorprende
en el lugar del crimen,
desatados los cuellos y las manos
a punto de morir, abandonándose.

Nos da el alto la luz,
sentimos su revólver por la espalda,
demasiado indeciso,
su temblor en nosotros, encubierto
bajo el pequeño bosque de las sábanas.

¡Corre!
¡Coge el amor y corre cuerpo adentro!
Hay un desfiladero sin leyes en los labios,
un laberinto ardiendo de salidas.
Mira tu corazón o tu cintura,
ese castillo en alto
que mis muslos coronan como un lago de niebla.

¡Corre!
Atiende sólo al viento de la piel
pasando y regresando.
y que suenen las ráfagas,
que suenen los disparos,
que las sirenas suenen a tu espalda.


Tú me llamas, amor, yo cojo un taxi...
Tú me llamas, amor, yo cojo un taxi,
cruzo la desmedida realidad
de febrero por verte,
el mundo transitorio que me ofrece
un asiento de atrás,
su refugiada bóveda de sueños,
luces intermitentes como conversaciones,
letreros encendidos en la brisa,
que no son el destino,
pero que están escritos encima de nosotros.

Ya sé que tus palabras no tendrán
ese tono lujoso, que los aires
inquietos de tu pelo
guardarán la nostalgia artificial
del sótano sin luz donde me esperas,
y que, por fin, mañana
al despertarte,
entre olvidos a medias y detalles
sacados de contexto,
tendrás piedad o miedo de ti misma,
vergüenza o dignidad, incertidumbre
y acaso el lujurioso malestar,
el golpe que nos dejan
las historias contadas una noche de insomnio.

Pero también sabemos que sería
peor y más costoso
llevárselas a casa, no esconder su cadáver
en el humo de un bar.

Yo vengo sin idiomas desde mi soledad,
y sin idiomas voy hacia la tuya.
No hay nada que decir,
pero supongo
que hablaremos desnudos sobre esto,
algo después, quitándole importancia,
avivando los ritmos del pasado,
las cosas que están lejos
y que ya no nos duelen.


Versión libre de la inmortalidad

En la noche profunda,
como dormida caricia que sorprende
y sigue a más,
sombras con el calor de la materia,
mordiéndose los labios, mal quitado
el pijama y ardiendo
de loca oscuridad entre los brazos.

A media luz, perfiles
como el amor de un sueño generoso
con sus protagonistas,
diseñados despacio,
mientras el pensamiento va más rápido
que los cuerpos y explica
dónde será la próxima caricia,
cuándo la paz y cómo y qué palabras.

A luz abierta, toda,
alejado de mí para mirarnos,
para mirarte hundida y encerrada
con tus propios sentidos,
hasta que abres los ojos
llenos de solitaria claridad,
y está la habitación, conmigo, atenta,
y en tus ojos comprendes
que nos gusta mirarte como a un río,
un desmayado atardecer,
un paisaje infinito.

Ni tú ni yo creemos
en la inmortalidad. Pero hay momentos
-oscuros, de penumbra o luz abierta-
donde se roza el mundo de los libros
y las ventajas de la eternidad.
Escribo este poema celebrando
que pasado y presente
coincidan todavía con nosotros
y haya recuerdos vivos
y besos tan dorados como el beso
aquel de la memoria.



Yo sé que el tierno amor escoge sus ciudades...
Yo sé
que el tierno amor escoge sus ciudades
y cada pasión toma un domicilio,
un modo diferente de andar por los pasillos
o de apagar las luces.

Y sé
que hay un portal dormido en cada labio,
un ascensor sin números,
una escalera llena de pequeños paréntesis.

Sé que cada ilusión
tiene formas distintas
de inventar corazones o pronunciar los nombres
al coger el teléfono.
Sé que cada esperanza
busca siempre un camino
para tapar su sombra desnuda con las sábanas
cuando va a despertarse.

Y sé
que hay una fecha, un día, detrás de cada calle,
un rencor deseable,
un arrepentimiento, a medias, en el cuerpo.

Yo sé
que el amor tiene letras diferentes
para escribir: me voy, para decir:
regreso de improviso. Cada tiempo de dudas
necesita un paisaje.
Habitaciones separadas

Está solo. Para seguir camino
se muestra despegado de las cosas.
No lleva provisiones.

Cuando pasan los días
y al final de la tarde piensa en lo sucedido,
tan sólo le conmueve
ese acierto imprevisto
del que pudo vivir la propia vida
en el seguro azar de su conciencia,
así, naturalmente, sin deudas ni banderas.

Una vez dijo amor.
Se poblaron sus labios de ceniza.

Dijo también mañana
con los ojos negados al presente
y sólo tuvo sombras que apretar en la mano,
fantasmas como saldo,
un camino de nubes.

Soledad, libertad,
dos palabras que suelen apoyarse
en los hombros heridos del viajero.

De todo se hace cargo, de nada se convence.
Sus huellas tienen hoy la quemadura
de los sueños vacíos.

No quiere renunciar. Para seguir camino
acepta que la vida se refugie
en una habitación que no es la suya.
La luz se queda siempre detrás de una ventana.
Al otro lado de la puerta
suele escuchar los pasos de la noche.

Sabe que le resulta necesario
aprender a vivir en otra edad,
en otro amor,
en otro tiempo.

Tiempo de habitaciones separadas.


Bajo la luz quemada...


Imaginar los sitios posibles donde estabas...
...en un rincón del año...
V. Huidobro

Imaginar los sitios posibles donde estabas,
verte llegar sin noche a La Tertulia,
reconocer tu voz apresurada
al contar una anécdota
o preguntar por mí,
saber que nos mirábamos antes de conocernos,
son capítulos largos de mi vida.

Supongo que también te dejarán a ti
este mismo vacío,
esta impaciencia por estar sin nadie
mientras se nos olvida
todo el calor que duele de olvidado.

El naufragio es un don afín al hombre.
Después de que sucede
suelen tener las huellas
esa incomodidad que tienen las mentiras,
el recuerdo es un dogma,
la soledad el pecho que tú me acariciaste.

Pero cambiando de conversación
el tiempo -buen amigo
que deforma el pasado como el amor a un cuerpo-
hará que cada día no parezca un disparo,
que volvamos a vernos una tarde cualquiera,
en un rincón del año y sin sentir
demasiada impotencia.

Será seguramente
como volver a estar,
como vivir de nuevo en una edad difícil
o emborracharnos juntos
para pasar a solas la resaca.

Igual que quemaduras debajo de los dedos,
en un segundo plano
seguiremos presentes y esperando
ese momento exacto del náufrago en la orilla,
cuando al salir del mar
me escribas en la arena:
«Sé que el amor existe,
pero no sé dónde lo aprendí».



Impertinencias

En la mesa de al lado,
un jardín de señoras en domingo
abonadas al orden del murmullo
y del té con limón,
en un café de invierno por la tarde.

Se quejan de los tiempos, beben, fuman,
discuten sus secretos, asienten con sonrisas...
Y de pronto se paran a mirarte.

Despreocupada cuentas
-y en el local tu voz es como el sable
que hiere al enemigo-
una historia de cama con detalles expertos,
una manera de sentir la vida
que penetra y disuelve
la luz de iglesia,
la humillación del frío en las rodillas,
los cajones cerrados y las fotos de boda.

Cierto tipo de gente
sufre de los inviernos en los ojos,
conoce las heladas
que pasan por debajo de una puerta,
una puerta de alcoba,
allí donde la noche siempre tiene
olor de espera inútil,
y después de la espera se aceptan las mentiras,
y después el silencio.

Nada dejan los años en la mesa de al lado,
sino un murmullo que envejece y una sombra
que cruza por los labios como una cicatriz,
un rencor en la piel de la conciencia.

Tu voz es alta y joven,
va vestida de fiesta y cuando se desnuda
hace que el sol de invierno, conmovido,
se detenga un instante para apoyar la frente
sobre los ventanales del café.



Invitación al regreso
Quien conozca los vientos, quien de la lejanía
haga una voz donde guardar memoria,
quien conozca la piel de su desnudo
como conoce el rastro de su nombre,
y no le tenga miedo, y le acompañe
más allá del invierno encerrado en sus sílabas,
quien todo lo decida sin la noche,
de golpe, como un beso,
que suba entre la niebla por el puente,
que le roce los dedos a su propio vacío,
que salga al mar, que pierda
el temor de alejarse.

En la debilitada
sombra violeta de las olas,
mientras se van hundiendo con el puerto
los antiguos letreros y las luces,
flotarán esperando
nuestras conversaciones en el agua.
Serán el obligado desengaño
que con la brisa caiga desde la arboladura,
devolviendo al recuerdo
la tempestad de hablar
o palabras partidas como mástiles.
Porque los sueños dejan
igual que los naufragios algún resto,
con maderas y cuerpos hundidos en las sábanas,
llenos de dominada libertad.

No es la ciudad inmunda
quien empuja las velas. Tampoco el corazón,
primitiva cabaña del deseo,
se aventura por islas encendidas
en donde el mar oculta sus ruinas,
algas de Baudelaire, espumas y silencios.
Es la necesidad, la solitaria
necesidad de un hombre,
quien nos lleva a cubierta,
quien nos hace temblar, vivir en cuerpos
que resisten la voz de las sirenas,
amarrados en proa,
con el timón gimiendo entre las manos.

Aléjate de allí, vayamos lejos,
sin la ilusión que llama desesperadamente,
sin el dolor que asume su decencia.
La piel, mi piel, los vientos
han preguntado tanto en las orillas,
tanto se han estrellado por ciudades y pechos,
que no conocen patrias ni las cantan,
no recuerdan naciones,
sólo pueblos.

Yo sé que su regreso
es el nuestro sin duda. Porque con voz humana,
como marinos viejos,
sobre el desdibujado dolor de sus espaldas,
vendrán para decirnos:
es el tiempo,
dejémonos volver con la marea.

El coraje y la fuerza del crepúsculo
os llevarán al fondo de lo ya conocido,
y veremos fragatas sobre los charcos negros,
pero la silueta desdoblada de un niño
no será frágil ni tendrá cansancio.

Así, después del viaje,
sorprendidos y mudos delante del fantasma,
mientras surgen despacio con el puerto
los antiguos letreros y las luces,
oiremos la canción de los que llegan,
de los que pisan tierra cuando han sido
durante muchos días esperados.

Y el mar, el dulce mar tan trágico,
a su propia distancia sometido,
sabrá dejar escrito
que el viaje nunca fue nuestro tesoro,
ni tampoco el dolor famoso en los poemas,
sino los sueños puestos en la calle,
los lechos y su bruma,
al despertar de tantas noches largas
donde sólo pudimos presentir,
hablar de los deseos en la sombra.

Al lado de tu pelo, capital de los vientos,
la historia en dos, el ruido de las lágrimas,
tienen que ser pasado necesario,
alejada miseria,
cosas para contar después de algunos años,
si es que alguien pregunta por nosotros.

Aunque también, y necesariamente,
entre la baja noche y esta casa
donde suelo escribir,
yo esperaré los labios
que con llamada extraña de nuevo me pregunten:

¿Prisionero de amor, para quién llevas
un hombro de cristal y otro de olvido?



Irene
Así amanece el día
Claudio Rodríguez

¿Conoces ya la tinta meditada
de la primera luz?
Mira el esfuerzo
que en la copa más alta del bosque más oscuro
raya un momento, avisa y mientras cae
forma la claridad.
Así comienza el día.
Así también, contigo,
cobran todas las cosas
un impreciso afán por empezar de nuevo,
por ser tu compañía
cuando el tiempo aparezca.

Y no es el mecanismo
oxidado de un tren lo que se mueve,
ni las maderas de la barca
están secas aún. No en todas las historias
el tiempo necesita la nostalgia.

Pero tiene la luz recuerdos que son nuestros.
Van a bajar los dioses de sus libros,
alguien descubrirá que el mundo es navegable,
habrá días y noches, y en la luna
de lo ya sucedido
respirará la fábula blanca del calendario.

¿Qué haremos de nosotros
ahora que los espejos todavía
no tienen una sombra que llevarse a sus láminas
y los recuerdos nacen aprendiendo
a contar hasta diez?
¿Qué podemos hacer con lo que nos han dado?

Como una insinuación, como la piedra
interroga al estanque,
cae la luz en el sueño de la casa.

Y la distancia,
esa divinidad que medita en el agua
de los puertos,
vuelve al pasado, busca entre sus mitos
un ángel sin heridas,
una nueva metáfora,
algo que no es tu nombre,
pero que yo pronuncio desde el fondo
abierto de tus ojos.


Me persiguen...

Me persiguen
los teléfonos rotos de Granada,
cuando voy a buscarte
y las calles enteras están comunicando.

Sumergido en tu voz de caracola
me gustaría el mar desde una boca
prendida con la mía,
saber que está tranquilo de distancia,
mientras pasan, respiran,
se repliegan
a su instinto de ausencia
los jardines.

En ellos nada existe
desde que te secuestran los veranos.
Sólo yo los habito
por descubrir el rostro
de los enamorados que se besan,

con mis ojos en paro,
mi corazón sin tráfico,
el insomnio que guardan las ciudades de agosto,
y ambulancias secretas como pájaros.



Merece la pena
(Un jueves telefónico)

Trirt el qui mai no ha perdut
per amor una casa
Joan Margarit

Sobre las diez te llamo
para decir que tengo diez llamadas,
otra reunión, seis cartas,
una mañana espesa, varias citas
y nostalgia de ti.

Sobre las doce y media
llamas para contarme tus llamadas,
cómo va tu trabajo,
me explicas por encima los negocios
que llevas en común con tu ex-marido,
debes sin más remedio hacer la compra
y me echas de menos.
El teléfono quiere espuma de cerveza,
aunque no, la mañana no es hermosa ni rubia.

Sobre las cuatro y media
comunica tu siesta. Me llamas a las seis para decirme
que sales disparada,
que se queda tu hijo en casa de un amigo,
que te aburre esta vida, pero a las siete debes
estar en no sé dónde,
y a las ocho te esperan
en la presentación de no sé quién
y luego sufres restaurante y copas
con algunos amigos.
Si no se te hace tarde
me llamarás a casa cuando llegues.

Y no se te hace tarde.
Sobre las dos y media te aseguro
que no me has despertado.
El teléfono busca ventanas encendidas
en las calles desiertas
y me alegra escuchar noticias de la noche,
cotilleos del mundo literario,
que se te nota lo feliz que eres,
que no haces otra cosa que hablar mucho de mí
con todos los que hablas.

Nada sabe de amor quien no ha perdido
por amor una casa, una hija tal vez
y más de medio sueldo,
empeñado en el arte de ser feliz y justo,
al otro lado de tu voz,
al sur de las fronteras telefónicas.



Mujeres

Mañana de suburbio
y el autobús se acerca a la parada.

Hace frío en la calle, suavemente,
casi de despertar en primavera,
de ciudad que no ha entrado
todavía en calor.
Desde mi asiento veo a las mujeres,
con los ojos de sueño y la ropa sin brillo,
en busca de su horario de trabajo.

Suben y van dejando al descubierto,
en los cristales de la marquesina,
un anuncio de cuerpos escogidos
y de ropa interior.
Las muchachas nos miran a los ojos
desde el reino perfecto de su fotografía,
sin horarios, sin prisa,
obscenas como un sueño bronceado.

Yo me bajo en la próxima, murmuras.
Me conmueve el recuerdo
de tu piel blanca y triste
y la hermandad humilde de tu noche,
la mano que dejaste
olvidada en mi mano,
al venir de la ducha,
hace sólo un momento,
mientras yo me negaba a levantarme.

Que tengas un buen día,
que la suerte te busque
en tu casa pequeña y ordenada,
que la vida te trate dignamente.

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