martes, 4 de octubre de 2011

Julio y Aurora

Julio era un chico muy guapo. Alto, moreno, de ojos azules, con una exquisita educación que le había proporcionado su padre (uno de los mayores empresarios del país), había vivido casi toda su vida en un chalé de La Moraleja.




Aurora miraba en su agenda los tres libros que debía recoger de la biblioteca si se quería poner al día con la asignatura de Renacimiento y terminar de una vez la carrera de Historia del arte.



Julio acudió a la biblioteca de la facultad un día y al salir se tropezó con Aurora. Ella, primero se puso lívida del susto pero luego en seguida enrojeció cuando le observó de cerca. Era el chico más guapo que se hubiera encontrado en su vida, seguro que modelo o algo así. Él sonrió y ella quiso que el mundo se parara allí mismo.
-Siento haberte asustado, ¿te puedo compensar con un café?- le propuso él.
-No bebo café- respondió ella justo antes de darse cuenta de lo que acababa de decir y de cerrar los ojos pensando que la tomaría por idiota.
-Bueno, también ofrezco coca cola si te apetece más.
-Acepto una coca cola.- sonrió. Aquello no podía ser cierto.



Julio y Aurora se encaminaron a la cafetería del rectorado y allí hablaron tranquilamente hasta que se les hizo la hora de la comida. Decidieron comer juntos para no tener que separarse. Y pasaron cuatro horas más. Aurora no recordó Renacimiento en todo aquel tiempo.



-Se ha hecho tarde- le comentó él. – Te puedo llevar a casa si quieres, tengo el coche ahí mismo.
Aurora sintió como que le conocía de toda la vida así que aceptó y se encaminaron al aparcamiento, donde se encontró con que el coche de Julio era un Porsche 911 Carrera.
-Pues no parece muy cómodo.- fue todo lo que dijo ella antes de subirse.
-Cuando te saques el carné y puedas conducirlo me lo cuentas.- contestó él.



Cuatro meses más tarde estaban los dos en la habitación del apartamento que ella compartía con otras chicas de la facultad esperando a que terminara de arreglarse para ir a conocer a los padres de él a una comida familiar en el chalé.
-Ponte falda o vestido, les encantará. Ah, y un poco de tacón, no excesivo.
-Sabes que no puedo andar bien con tacones, lo más elegante que tengo son las Doctor Martens.- le respondió ella.
-Pues con eso no podrás entrar en casa.- sonrió Julio.- Lo siento, princesa, pero mi madre es bastante rígida con las normas de vestimenta.



Aurora rebuscó y al final se puso unos zapatos que le prestó una compañera. Se miró en el espejo y se percató que verdaderamente estaba mucho más guapa así, aunque se notaba ciertamente incómoda.



Cuando llegó por la noche a casa se dio cuenta de que tenía el novio más guapo y maravilloso del mundo, que los zapatos con tacón le quedaban de maravilla y le habían hecho una herida que la haría cojear una semana y que todos en esa familia esperaban que se casaran en cuanto terminara la carrera. Que ella no tuviera dinero no parecía ser un gran problema para ellos pese a todas las películas que había visto sobre la diferencia social en una pareja.

Y así se hizo, en cuanto terminó la carrera se casaron. La familia de Julio se ocupó absolutamente de todo: decoración, invitados, lugar de celebración e incluso del número de invitados por parte de ella que estaría bien que acudieran, y como la mayoría no eran de Madrid porque ella estaba allí sólo por la universidad, muchos no fueron.




Julio era el sueño de toda mujer: guapo, divertido, interesante, inteligente y con genio. Con mucho genio. Sobre todo cuando las cosas no estaban como él quería. Aurora no pudo volver a ponerse sus botas Doctor Martens, sólo podía llevar zapatos o botas con tacón y femeninas, así que las tiró en un contenedor de ropa como él le había sugerido. Aunque ella le daba la razón, así estaba mucho más guapa.




Aurora no pudo seguir estudiando, ni siquiera tuvo la opción de decir que quería seguir con un doctorado y dedicarse a la investigación. Eso quedaba totalmente descartado pero es que Julio tenía razón, el ático que los padres de él les habían regalado era muy grande y requería mucha atención, a pesar de que en realidad tuvieran dos asistentas, una de ellas interna que vivía allí con ellos.




Julio solía sonreír muy a menudo pero eso a veces asustaba a Aurora, porque tenía dos sonrisas, y una de ella, levantando una ceja, quería decir que le tocaba castigarla. Claro que ella estaba segura de que se lo merecía, seguro que era que se había equivocado en algo importante de protocolo, que no terminaba de conocerlo bien. Su suegra trataba de enseñarla a que se adaptara y le explicaba que su hijo era muy buen chico a pesar de que a veces tuviera esos accesos de ira.



Aurora estaba segura de que Julio era el hombre de su vida y todo el mundo hablaba de lo bien que se llevaban, de la buena pareja que hacían, de lo torpe que debía ser Aurora para que cada dos por tres se golpeara con algo.



Julio la agarró del brazo cuando ella quería salir de una habitación y dejar de discutir, dejar de escuchar cómo la insultaba. Él cerró la puerta de un portazo y la empujó a la cama.



Aurora pensaba que él no era malo, si no la habría empujado contra la pared o la habría tirado al suelo.



Julio la dijo, muy despacio y en voz muy baja, tumbado encima de ella y apretando ligeramente su cuello, que siempre le tendría que obedecer y que si quería tener un hijo lo tendrían, un precioso chico de ojos azules y pelo negro como el padre, que traería alegría.



Aurora no podía respirar bien y le golpeaba la mano que le estaba ahogando. Se vio reflejada en los preciosos y profundos ojos azules que la observaban, con una ceja levantada. Y entonces Julio sonrió.



Julio no quería hacerla daño, tan sólo que le hiciera caso, al fin y al cabo siempre había pensado que Aurora era una chica lista, no sabía por qué costaba tanto darse cuenta que lo hacía por su bien.



Cuando Aurora cumplió veinticinco años sopló las velas con el labio partido y Julio le regaló dos billetes para que ambos lo celebraran en Japón. Allí las mujeres sí que eran sumisas.



Julio llegó un día a casa pero Aurora no estaba. La llamó al móvil pero no se lo cogió y empezó a ponerse nervioso. De pronto oyó unas risas en la piscina y la encontró allí hablando por el móvil. Se dirigió a donde estaba, le arrebató el móvil y lo lanzó todo lo lejos que pudo mientras Aurora le miraba con la boca abierta sin comprender. Luego caminó hasta el borde, de donde ella no se había movido y poniéndose de cuclillas la miró.
-Si llego a casa y te estoy llamando, me contestas.- la dijo.
-No te oí.- trató de disculparse ella.
Julio le agarró del pelo y la sumergió, sujetándole con firmeza la cabeza. Luego la volvió a sacar durante unos segundos y lo volvió a repetir hasta tres veces más. Después, la soltó, se sacudió el agua que le goteaba de la mano y entró al ático.



La madre de Julio llamó para hablar con ella del por qué de no tener hijos, que si era porque no valía. Aurora no quiso decirla que no se acostaba con su marido, sino que simplemente hacía mucho tiempo que él disfrutaba más si la forzaba y que ella se encargaba de que de ahí nunca saliera descendencia. Le dijo a su suegra que tal vez fuera Julio quien no pudiera. Acto seguido quiso rectificar pero no estuvo a tiempo, le había oído.



Aurora sabía que tenía que salir de allí antes de que Julio se enterara de lo que había dicho o tendría que castigarla, no le gustaban las impertinencias. Cogió el bolso y fue corriendo al ascensor. El teléfono móvil estaba sonando. Era su marido. No lo cogió. Las puertas del ascensor se abrieron, ella iba a entrar, alguien iba a salir, alguien que la cogió por los brazos y la metió dentro del ático de nuevo. Julio le dijo a la chica interna que se tomara el día libre.



Julio no se podía creer que su madre le llamara y le contara lo que su mujer le había comentado que era culpa de él que no tuvieran todavía pequeños Julitos corriendo por el jardín del chalé de La Moraleja.



Aurora estaba de pie en medio de la entrada, temblando y agarrando el bolso con fuerza, mirando la punta de aquellos zapatos de tacón que la hermana de Julio le había regalado.
Julio se acercó a ella y le cogió la cara entre las manos, con suavidad. Ella alzó la mirada y se vio reflejada en la profundidad fría del azul. La besó y luego despacio se dirigió a su lóbulo sin apartar sus labios de ella.
-Con que es mi culpa, ¿no?- la susurró.



Aurora iba a disculparse, a inventarse una excusa, a decirle algo, a pedirle perdón, a lo que hiciera falta para no tener que pasar por lo que sabía que venía a continuación.



Julio estaba sentado en la tumbona del chalé de sus padres tomando el sol. Su madre se acercó y le preguntó qué tal estaba.
-Gracias por ayudarme con los abogados, mamá.- la dijo sonriendo.
-Siempre serás mi pequeño y guapísimo hijo, Julio. Esa mujer no era digna de ti ni de esta familia y estás muchísimo mejor sin ella. No puedo comprender como no entendía ni las cosas más simples, que tu mujer te tiene que obedecer, que siempre ha de estar guapa y que tenía que darme un nieto, sólo eso, por Dios, si ni siquiera la dijimos que trabajara como esas guarrillas que van por ahí hoy en día, sólo tenía que ocuparse de estar disponible…



Julio la acarició la cara con ternura y se puso las gafas de sol.



Aurora estaba a dos metros bajo tierra de tomar el sol.

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