jueves, 8 de abril de 2010

Almudena Guzmán. Antología

Poeta española nacida en Madrid en 1964.
Licenciada en Filología Hispánica, obtuvo su Doctorado con una tesis sobre Francisco de Quevedo.
Su obra poética tiene una marcada tendencia neo-surrealista con una gran expresión de la sensualidad reflejada
en un lenguaje sincero y natural.
Colabora habitualmente con artículos de opinión en el diario ABC.
Entre las distinciones obtenidas figuran el accésit del Premio de Poesía Puerta del Sol en 1981, el Premio de Poesía Altair
en 1984, el accésit del Premio Hiperión de Poesía en 1986 y el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla en 1988.
De su obra se destacan: «Poemas de Lida Sal» en 1981, «La playa del olvido» en 1984, «Usted» en 1989,
«El libro de Tamar» en 1989 y «Calendario». ©

por ese dedo abeja que libó entre murmullos y distensiones
golosas,
las sucesivas floraciones de mi anémona nocturna.







Foto antigua

Y esa monicaca de chocolate hasta los kikis de rosados lacitos soy yo.
Quién lo diría.
Quién adivinaría en esos ojitos dulces un atisbo, sólo un atisbo de
amargura.
¡Si ella, la otra yo, la que fue voraz consumidora de leche condensada,
me conociera ahora!
Ahora que estoy hecha un asco, ajada, sin luz, luciérnaga exenta de
brillantes culebreos.
Qué pena.
La abstracción de mi mente ha culminado en un monolito de sal. Y ya
no quiero escribir más.

(La playa del olvido, 1984)







Hoy era la última tarde...

Hoy era la última tarde.

Usted no paraba de hablar
-lo hubiese matado-
y a mí me ardían las uñas cuando nos despedimos
en la parada del autobús.

Ni un sólo beso.







La ventana me remite a su coche...

La ventana me remite a su coche,
el coche al beso,
el beso a la oreja que anda siempre perdiendo pendientes,
la oreja a la boca,
la boca a las medias porque las rompe,
las medias al...
-¿Tienes un bolígrafo de más?
-Toma, y a ver si dejas de pedirme cosas,
que contigo al lado no hay quien coja un apunte,
Mari Carmen.







Leo lo que escribí de ti y de mí...

Leo lo que escribí de ti y de mí
en esos días de tanta lluvia,
con Bach y los naranjos
de contertulios ante el fuego
y los catarros, las pupas,
las mutuas manías,
advirtiéndonos de aquella bomba colgada
del tiesto de las glicinas
que oscilaba sobre nuestras cabezas
sin llegar a caer,
contenida por el Atlante de la risa
y el lujo inaudito
de poder ignorarnos,
de tener tiempos muertos,
de no abundar en preguntas y respuestas
cuando había tanto que disfrutar del silencio.

Desde entonces hasta ahora
los atlantes se nos han vuelto anémicos
y quién sabe si ésos fueron y serán nuestros últimos días de lluvia,
pero,
de todas formas,
me sigue gustando leer lo que escribí de ti y de mí,
en especial lo de tu imagen con bufanda
volviendo de comprar la leche y el pan,
y la mía con sonrisa y pijama de osos pandas
saludándote desde el balcón.







Llama de lluvia maya

Estalla la poesía de tu piel, Juan, como la miel en un cedro
mojado; te veo y eres la luz, el brote oloroso que abre las
ventanas de un día feliz.
Ya ves, aquí me tienes jugando con los grillos del alba
porque a un lado está tu pecho encendido,
las manos se te posan en mi pelo cansado
y entonces nunca ha existido cansancio en mí;
todo lo rompes, Juan, te estableces en mi corazón y allí
fundas tu casa
de guacamayos blancos, viento y sal,
las violetas vuelan exasperadas por tu aroma
y el mar se rinde
-grandioso perdedor-
ante ese cabello dorado que a todo le pide cuentas:
al amor, a los encantados caminos,
a los dioses de fuego que alumbran tus ojos de indio desarraigado.
Siento que sufras bajo los cementos de Madrid,
que te falte espacio para cambiar tus lágrimas
por las de la luna llena,
pero el tenerte aquí, el vivir junto a un nagual único, inextinguible,
junto a una llama de lluvia que nunca se apaga…
¿A quién debo agradecerle tanta dicha?







Lo peor de todo era el atardecer...

Lo peor de todo era el atardecer.

Cuando las aves frías tachonaban el bosque
de rumores y sombras,
tu recuerdo me ceñía las costillas
como un pulpo de fuego...

Daniel: ¿Por qué me has abandonado?

De "El libro de Tamar"







Nada

Nada.
No pegaba nada con tanta lluvia,
esa chaqueta de angorina rosa y botones de nácar
que él me regaló.

Tampoco encendimos una velita al apóstol,
porque un niño a nuestro lado acababa de darse un cabezazo
tremendo contra la pila bautismal,
y que hubo que consolarlo hasta que llegaron sus padres.

El museo nos desilusionó.
Yo me puse rara y él venga a mirar al cielo,
y al final un paseo dudosamente conciliador por los
soportales
-basta que a mí me hicieran gracia los punkies, para que
a él lo escandalizasen-,
después de mi vaso de leche y su maniática ginebra
"MG con Schweppes de naranja, por favor".

Ah,
se me olvidaba contaros
que el frío fue la nota predominante del día
y que la noche, a pesar de todo, la pasamos juntos.

Espalda contra espalda.







Nunca más volviste...

Nunca más volviste,
Daniel.

Desde entonces ya no hubo patio
ni baúles con especias,
ni la luz posó sus labios
en los membrillos del aparador.

Y en vez de tu cuerpo fue la fiebre,
la humedad,
el tremendo cansancio
fluyendo de los frascos de perfume.


Por la tarde se me cala el cabello
en un charco de polvo.

Por la noche agrietaba con los nudillos
el ventanal de mi cuarto.

De "El libro de Tamar"







Presos los dos de aquel imposible decoro...

Presos los dos de aquel imposible decoro
adolescente,
ni yo me sonrojé ni usted tampoco hizo nada por llamarse
al orden
cuando después de las risas y las aceitunas rellenas,
habiéndonos lubricado previamente el oído
con una minuciosa lista de vicios sexuales,
fuimos al amor como quien va al estanco de los primeros
cigarrillos.







Quién es esta sombra...

Quién es esta sombra
que aterriza limpiamente en mi cuerpo
como un halcón.

Su garra me frena las muñecas y la huida.

Su aliento de niebla va sajando despacio,
los tersos y ahora bermejos visillos de mi vientre.








Señor...

Señor,
usted no lo sabe
y sin embargo sus arrugas,
tersándome la mañana,
me han obligado a iniciar una huelga de novios
desde que lo conozco.

Y hoy
-mientras los dos nos mirábamos de reojo, cada uno
en un extremo de la barra-,
mi guedeja más anarquista
ha optado definitivamente por afiliarse a sus ojos







Señor, ahora que mi piel y la suya...

Señor,
ahora que mi piel y la suya
-después de las sábanas-
han formado un nuevo «collage» en el agua,
no es el mejor momento para hablarle,
desde luego,
pero aprovechando que estoy arriba
y usted debajo,
quisiera decirle
-casi no me atrevo con sus ojos-
que no puedo más,
que voy a pararme.

-Era el placer como una de esas muñecas rusas que se abren
y aparece otra,
y otra...-







Señor, la lluvia del domingo...

Señor,
la lluvia del domingo
es una inmensa bañera
que me sumerge a cámara lenta
en el telón espumoso de sus rizos del sábado.







Señor, las horas desnudas...

Señor,
las horas desnudas,
como limones al trasluz,
se exprimen en mi muñeca
de una manera desesperadamente cobarde:
estoy, para variar y por no quedarme en casa,
con alguien que me aburre los besos.







Señor, si usted sabe...

Señor,
si usted sabe
que yo ahora estoy celosa
por lo que me ha dicho,
tenga al menos el detalle de no hacérmelo notar durante
la cena.

(Nunca en mi vida enrollé espaguetis con tanto odio.)







Si todo esto cambiase...

Si todo esto cambiase,
si me dijera usted, de pronto, que me ama,
yo ni me detendría para hacer la maleta.

Huiría luchando contra el miedo a la costumbre
de su cuerpo.







Soñando...

Soñando,
tibia su lengua para mis pestañas que renacen.

Ilusoria blancura de los dientes al mártir contraluz
de su sangre y sus labios.







Soy un racimo de uvas...

Soy un racimo de uvas
y aguanto como puedo
este oleaje creciente de mi boca
aguijoneándome al sol.

Hasta que estallo.







Subo...

Subo.
Bajo escalones.

Pero esta angustia atrancándoseme en la piel como una
cremallera rota,
tampoco cede al sudor.

Y ya todo el sueño es un inmenso garaje de copas vacías
que el agudo de su ausencia con mi grito rompe.







Ultimatum

¡Oh Juan!, ¿por qué sueñas siempre rosas?
Ya no nos caben en la habitación,
esto no puede seguir así:
Cada día te levantas con las sábanas llenas de rosas
y si por casualidad hacemos el amor
no se conforman con quedarse quietas de mañana, no:
danzan las gamberras al son de los exquisitos minués que trazan
tus dedos al vestirme.

Por eso me niego a que me pongas la camisa,
a que me anudes el pañuelo…,
dime, ¿qué vas a hacer con esa encina desdentada y la camelia negra
que se vieron contigo cuando terminastes de dar un paseo por el
campo?

Ayer nos sorprendió un aguacero precioso
y como yo no llevaba gorro y sí el pelo recién lavado,
convertistes la gotas en diminutos paraguas de nácar,
yo te agradezco la gentileza de tu magia
pero el campo necesita agua
y lo dejastes blanco, tan blanco,
que parecía leche cuajada.
Menos mal que luego caíste en la cuenta del error
y los paraguas volaron para dejar paso
a tres mil nubes que se posaron dulcemente
en los prados, en los cerros, en los sembrados
para dar alegría y pan al santo campesino
que se hizo arrugas de un metro de profundidad por re tanto.
En fin, Juan, haces lo que quieres con la naturaleza
y a mí me irrita el no poder enfadarme nunca contigo
a pesar de tener motivos grandes y justificados.

Desde ahora te anuncio mi ultimátum:
una de dos, o renuncias a tu poder modificante
de niños que cambian pañales por barco,
de aceituna que, porque le da la gana, se transforma en ciruela los
domingos,
o nos mudamos a otra buhardilla
que tenga el suficiente espacio para meter allí todos los trastos…
¡Porque mira que eres pesado!
Porque mira que te quiero tanto, alquimista barato.







Una mujer de ron y esmalte negro...

1
Una mujer de ron y esmalte negro,
flequillo y vagina cosmopolitas,
me abre sus piernas tras los cristales del mueble.

Es la niebla

2
Veladamente,
descorriendo pestillos,
ha llegado hasta mi cuarto
una pantera translúcida con la piel de diamante
que me morderá la nuca cuando menos lo espere.

Es el deseo.

(Usted, 1986)







Usted se ha ido...

Usted se ha ido. Pero tampoco conviene dramatizar
las cosas.

Cuando salgo a la calle,
aún me quedan muchas tapas risueñas en el tacón,
y mis medias de malla consiguen reducir la cintura
de la tristeza
si su ausencia va silenciándome en una resaca
de escarcha.

O sea, que no estoy tan mal.
Porque yo podré ser de vez en cuando un eclipse. Pero
nunca
un eclipse sin sangre de luz.







Usted se inmiscuye en mi bufanda...

Usted se inmiscuye en mi bufanda
desde una aurea blanquísima que me reverbera los labios.

No me muevo,
no fumo -quizá a su silencio le moleste esa arruga en la nieve-;
y sólo cuando marcha me doy cuenta
de que he estado aguantándome el pis todo el rato.







Usted se me escapa en los pasillos como...

Usted se me escapa en los pasillos como
un discóbolo impregnado de aceite.

Pero todo lo que habla es una mano enguantada
por mis medias.
(Desnuda, froto su voz contra las caderas de la sábana
para no dormirme tan triste.)







Veladamente...

Veladamente,
descorriendo pestillos,
ha llegado hasta mi cuarto
una pantera translúcida con la piel de diamante
que me morderá la nuca cuando menos lo espere.

Es el deseo.







Volvemos a comer juntos...

Volvemos a comer juntos.
Este hombre cada día más guapo y a ti te rebasan las orejas.

Qué importa.
Qué importa el poco tiempo que tienes para enamorarlo,
qué importa la sopa fría
- no puedes permitirte el lujo
de perderlo de vista un solo instante, Almudena -,
si cuando vas a citar "yo siempre estoy triste"
él se anticipa y acariciándote los ojos dice que le encanta
tu alegría.

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