sábado, 18 de septiembre de 2010

Las llaves del príncipe


Érase una vez un príncipe que vivía con una princesa. El problema, era que no eran tan felices como pudiera parecer en otros cuentos, ni comieron perdices tampoco.
El príncipe era una persona que tenía miedo de querer a la princesa por si luego la tenía que perder, así que era incapaz de disfrutar de ella si no era estando a su lado.
La princesa trataba de explicarle que quizá debería arriesgarse, ya que parecía que cuando estaban juntos las cosas iban muy bien, pero en cuanto ella faltaba para atender alguna cosa fuera de palacio, las dudas del príncipe volvían a su cabeza y lo inquietaban demasiado, así que incluso pasaba el tiempo coqueteando con otras mujeres de la corte.
Cuando la princesa se dio cuenta de todo esto, habló con él y acordaron romper su noviazgo. El príncipe, además, decidió echarla del palacio para que no le pudiera hacer mucho más daño, y tiró las llaves con fuerza, las llaves de las entradas, de todas las entradas, incluidas las de su corazón.

Cuando la princesa marchó, se encontró en el camino con el puñado que el príncipe había lanzado, las recogió y las guardó.
"¿Señora, no deberíais entregárselas a su dueño?" le preguntó su doncella.
"No puedo hacer eso. No puedo hacer nada hasta que él no vuelva a llamarme. Él se deshizo de las llaves, no soy quien para romper su deseo, le respeto, y aún le quiero. Así debe ser".

Sin embargo, las cosas no le fueron tan bien como pensaba al príncipe. Las mujeres de la corte no terminaban de satisfacerle mas que de una manera puramente carnal, y cuando tenía noticias de la princesa por boca de otros miembros de la nobleza, sentía como su corazón se le partía un poquito más.
"Cómo me arrepiento de haber cerrado las llaves de mi corazón, cómo me arrepiento de ser tan orgulloso, cómo me arrepiento de no saber cómo hacer que tengamos contacto de nuevo..." se lamentaba el príncipe.


Mientras tanto, la princesa esperaba mirando por la ventana al castillo del príncipe, cuya silueta se asomaba por el horizonte, mientras de vez en cuando echaba una ojeada al cajón privado de su mesilla, donde tenía todas las llaves, preguntándose si alguna vez el dueño sería capaz de acercarse de nuevo, aunque sólo fuera para reclamárselas.

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