Aún cuando todo dejó de temblar –el suelo, el techo, las paredes- todavía permanecí acurrucada un poco más, conté hasta diez –mejor que sean veinte- y abrí los ojos. Todo estaba parado. Delante de mí había una puerta abierta, sí que despacito fui andando hacia ella… y cuando por fin observé que realmente no acechaba nada, salí corriendo todo lo que pude hasta que me vi pateando el aire. Algo muy grande me había agarrado del pescuezo, pero antes de poder si quiera defenderme, noté como me empezaban a acariciar la tripa y detrás de las oreas. La verdad es que me gustaba la sensación y aunque traté de estar alerta todo lo que pude, al final he de confesar que empecé a ronronear de placer y poco a poco cerré los ojos.
-Bienvenida a casa, Julieta.
Y con un leve balanceo, que hizo que me agarrara con todas mis uñas para no caerme, me llevaron a un lugar donde me dejaron de nuevo en el suelo y ante mí encontré comida, agua y arena. Todo eso lo descubrí después de olfatear bastante todo porque cualquiera se fiaba con la vida que había tenido.
Fui la pequeña de una camada de la que me separaron cuando dejé de amamantar.
La vida con mis hermanos y hermanas era divertida, nos mordíamos un poco, jugábamos mucho y mamá siempre estaba ahí para regañarnos cuando nos portábamos mal y lamernos cuando todo marchaba bien. De ella aprendí que debía ser limpia y lavarme a menudo, de mis hermanos, que no está bien morder si no te gusta que te muerdan y que un bufido a tiempo te puede salvar de un muy probable intento de colarse para amamantar antes que tú.
La separación no digo que fuera traumática pero sí un poco triste, porque mis hermanos iban desapareciendo y yo no podía hacer nada, hasta que un día…
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